
Dispuesto a hablar, el que más. De hecho, tras escucharle, parece que poder narrar su historia sea algo que llevaba esperando mucho tiempo. Y no es de extrañar, pues no tiene menos que contar. Es de apreciar la agilidad y exactitud con la que Crescenciano Mayoral Rubio, superviviente, trae al presente los detallados recuerdos que guarda en la memoria; tenía solo nueve años cuando la guerra acabó.
Sin lugar a dudas, su infancia se vio teñida por las penurias que su familia pasó debido al desarrollo de la contienda española del siglo XX. En su opinión, barbaridades se cometieron por los dos lados. En Zarza Capilla, concretamente, recuerda cuando empezaron a romper los santos, cuando bajaron las campanas de la torre y de la ermita de la Aurora para fundirlas y hacer bombas, y describe todo ello como parte de la ignorancia que se circunscribe a las guerras.
En el transcurso del conflicto, él también fue evacuado junto a su familia. Desde detrás de la sierra, donde se instalaron en casa de una de sus tías, situados prácticamente en el extremo de la línea que dividía a ambos bandos, rememora cómo veían pasar a la “alcahueta”, la avioneta de reconocimiento, que suponía la posterior llegada de las “pavas”, los aviones de bombardeo que “soltaban metralla a todo meter”.
"Estábamos entre las dos líneas. Bueno, pues todos los días y todas las noches, cuando iban al ataque, pasaban por delante de nosotros. Y recuerdo que tenía unos perros allí mi tía y les ladraban. Y decían: "maten a esos perros porque no hacen más que avisar a los otros de que vamos ya al ataque". Y eso era temible".
Es entonces cuando recuerda una terrible anécdota, de cuando la casa en la que vivía por aquel entonces servía, en ocasiones, de puesto de asistencia médica para los heridos.
"Había uno que estaba herido y estaba ya para morir; y empezaron a hacer el hoyo. Y recuerdo que decía él: “más hondo, hacerle más hondo”. Y viendo que se le echaba la noche encima, le terminaron de rematar para enterrarle".
Un tiempo después, su familia se marchó al punto de unión entre los ríos que estaba aún bajo mando de la República. Allí, los militares se encargaron de recogerlos con un camión y los llevaron a Chillón, en la provincia de Ciudad Real. En esa localidad permanecieron hasta el fin del conflicto bélico.
"Al terminar la guerra nos vinimos a casa. Nosotros no llevábamos nada más que un caballo, mi padre enfermo, mi abuela anciana y nosotros como estos que vemos aquí en los reportajes, que echan en la televisión, con el macutillo a cuestas andando. Así me he visto yo".
Descalzos y con poca más ropa que la puesta, el regreso a Zarza Capilla estuvo marcado por la vivencia de más estrecheces. Al llegar, su antigua casa estaba “rota”, motivo por el cual tuvieron que vivir durante un tiempo con un primo, mientras que reconstruían su propia vivienda. Así, sus hermanos y él tuvieron que empezar a hacer adobe para construir una “chabolilla” en la casa, en la que poder meterse los miembros de su familia.
"Teníamos un pantalón para mi hermano y yo, ya siendo adolescentes. Si se lo ponía él, yo me quedaba en casa. Y si me lo ponía yo, se quedaba él. Ya adolescentes".
En relación a lo acontecido en años posteriores a la conclusión de la guerra, tiene muy claro cómo se fueron forjando las rivalidades y cuáles fueron las injusticias que, durante los años de la Dictadura, se cometieron en el histórico núcleo de población.
"Mira, yo tengo descripción de lo que pasó en el pueblo, desde que terminó la guerra hasta la elecciones libres, año por año, cosa por cosa".
De entre muchas otras, destaca la anécdota sobre lo que sucedió con la red de línea telefónica. Detalla que en Zarza Capilla la vieja tan solo tenían un locutorio público y que el circuito se encontraba en el nuevo núcleo, pese a haber allí tan solo 5 peticiones por parte de los vecinos, frente a las 15 del asentamiento antiguo. Fue por ello que cuando Nicolás Castro Villalobos era alcalde -entre 1961 y 1967- visitó, junto a Francisco Marino y Ramón, la sede Telefónica en Madrid.
En aquella misma época redactaron también varias cartas, con acuse de recibo, dirigidas a los distintos ministros y al mismísimo Franco. En ellas pedían justicia para el pueblo, pues era lo único que querían.
"¿Sabes lo que nos contestó Fraga Iribarne, que era entonces el ministro de Gobernación? Una cosa... Un capricho a sus esos. Le volvimos a escribir diciendo que nos contestara en ley y no criterios personales. Soy testigo porque lo he visto yo, que soy el único que hay ya".
En cuanto a lo que se vive en la actualidad, Crescenciano opina que hace ya tiempo que se han terminado las rencillas, aunque destaca que aún queda cierto grado de amor propio por parte de los vecinos y compara la situación con la de dos barrios que pudieran estar un poco enfrentados.
En particular, le da rabia recordar los momentos en los que escuchaba a la gente decir que preferían que el ayuntamiento estuviera en Cabeza del Buey o en Peñalsordo, antes que en el pueblo de abajo.
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"Y yo decía: “no sabéis lo que hacéis, ni lo que pedís. Vosotros le hacéis al pueblo nuevo el ayuntamiento y son gente conocida del pueblo y os atienden. Yo voy a Madrid, a donde está, que está más lejos 50 veces que esto y tengo que ir a gente desconocida. Prefiero que esté en el pueblo nuevo a que esté en Cabeza del Buey”. Y yo lo que digo que hace falta que vengan muchas cosas, sea lo mismo a un pueblo que a otro. Lo que esté, ahí estará para todos. El que quiera que vaya y el que no, no".